El más allá es uno de los mayores dilemas del ser humano: la muerte. ¿Qué pasa cuando morimos? ¿Dónde vamos? Estas preguntas ya se hacían en la antigua Grecia. Dentro hilo.
Las religiones suelen ofrecer respuestas a estos interrogantes de los hombres: una forma de esperanza, de supervivencia de un elemento espiritual que trata de confrontar el miedo y la angustia ante la separación física de nosotros mismos y de las personas amadas.
En el caso de los griegos, se observan diferentes concepciones del más allá, que experimentan una evolución a lo largo del tiempo. Aparecen ya desde los poemas homéricos, viajando con un profundo influjo en la antigüedad.
El viaje al más allá, el viaje al mundo de los muertos, ha suscitado un interés permanente en todas las culturas de la humanidad. En griego, el más allá es conocido como Hades, a partir del dios homónimo que gobernaba el reino de los muertos, junto con su esposa Perséfone.
Se usaba la expresión “estar en Hades” o “ir al Hades”. La región también se refería como Érebo (tiniebla), en referencia al hijo de Caos y hermano de Nix (Noche), en la teogonía de Hesíodo.
Sea como fuere, se refiere a Hades como algo que está debajo, y a sus dioses como “los de abajo”.
En la antigua Grecia, el concepto de viaje siempre estaba presente. La Odisea es el viaje de regreso de Odiseo a su patria, Ítaca, tras la guerra de Troya. La muerte también era considerada un viaje, un viaje de descenso o catábasis al Hades.
A este viaje al Hades se le conoce como Nekyia.
Ya hay referencias a este viaje en La Ilíada, donde el alma del guerrero herido de muerte abandona el cuerpo por la boca (o por la herida) y se dirige al Hades (Il. 7-330, 16-856). Este es el destino que nos espera a los mortales.
Las almas son un residuo del ser humano, pero conservan sus rasgos. El cuerpo muerto, sin alma, es como una cáscara inerte, carente de contenido o interés. La vida de ultratumba es una vida oscura.
Los muertos nunca disfrutan de la luz del sol. Morir se describe a veces como “dejar la luz”. Es reseñable el episodio de Aquiles, cuando se encuentra con Odiseo en el canto undécimo de La Odisea, donde dice:
“Preferiría vivir en el campo, trabajando para otro, para un hombre sin tierras y sin muchos medios de vida, que reinar sobre todos los muertos extintos” (Od. XI 489).
Las almas de los muertos acuden al Hades por sí mismas, pero en algunas ocasiones el dios Hermes las guía allí con su vara. Es lo que se denomina Hermes Psicopompo (conductor de almas).
Con este viaje al Hades los antiguos griegos no pretendían dar una respuesta a las cuestiones eternas sobre la vida y la muerte, sino más bien explicarlas de una manera narrativa.
No debemos quedarnos atrapados en la vieja discusión sobre si el mito precede al rito o viceversa. Ambos, mito y rito, son paralelos.
La muerte establece un velo de oscuridad, un velo que nos lleva al olvido. El concepto de velo que cubre es también muy griego. La verdad, por ejemplo, en griego es aletheia, que vendría a significar “descubrir algo que está oculto”.
El Hades o inframundo estaba amurallado y cerrado por puertas para evitar la salida de los muertos. Las puertas estaban protegidas por el perro de Hades, Cerbero. La vegetación en el Hades, además de las murallas, formaba una importante barrera, junto varios ríos subterráneos.
El Aqueronte (de la aflicción) era un gran río, sobre el que desembocaban el Piriflegetonte (el fuego llameante) y el Cocito (del lamento), alimentado por las lágrimas de los muertos.
Este último es un afluente del Estigia (odiosa). Hay veces que el Estigia sustituía al Aqueronte como límite entre el mundo de los vivos y los muertos, donde el barquero Caronte usaba las aguas para llevar a los muertos que habían recibido sepultura.
También estaba el río Lete (olvido), en donde los muertos tenían que beber su agua para olvidar su vida pasada. Este requisito era imprescindible para las almas que iban a reencarnar en otros cuerpos.
A veces también se habla de otro río, el Mnemósine, que se contrapone al Lete y cuyas aguas daban el conocimiento.
La figura del barquero Caronte no aparece en los poemas de Homero o Hesíodo. Es nombrado por primera vez en La Miníada, un poema épico del siglo VI a. C. Para que Caronte llevara las almas al Hades, había que pagarle un óbolo.
De aquí viene la costumbre de colocar un óbolo en la boca del difunto cuando se le da sepultura. Este acto alcanzó una gran difusión en la literatura y en el arte, siendo uno de los elementos más característicos del inframundo clásico.
Otra figura característica del Hades es, como hemos mencionado antes, el perro Cerbero, guardián del inframundo. Homero no lo menciona por su nombre, sino como “el perro de Hades”. El primero que lo llama por su nombre es Hesíodo en su Teogonía (306).
Lo consideraba hijo de Tifón y Equidna y lo describe con 50 cabezas. Hay representaciones de Cerbero con diferentes números de cabezas, pero la que ha pasado a la posteridad es la de tres cabezas.
También se suelen mencionar a otros pobladores del Hades, como Éaco, hijo de Zeus y Egina, quien guarda las llaves del inframundo. Platón convierte a Éaco en uno de los jueces de los muertos, junto con Minos y Radamantis.
También podemos ver en algunos textos a Dice, la diosa de la justicia, que comparte residencia con Hades y Perséfone, y otras figuras más terroríficas como las Erinias (personificaciones de la venganza), Hécate, …
la Gorgona Medusa y Empusa, un fantasma femenino que suscitaba un especial terror. Estas figuras contribuyen a engrosar la idea del Hades como un lugar terrorífico en el imaginario popular.
Según la tradición homérica, el destino de todos los hombres era una existencia vana de su alma, como un pálido reflejo de la persona viva que fue, vagando eternamente por los prados asfódelos, sin alegrías ni tormentos.
De todas formas, Homero admite algunas excepciones: la persona que había demostrado un comportamiento heroico en la guerra podía tener un trato de favor en el Hades, mientras que quienes habían cometido actos de perjurio o impiedad serían castigados también en el Hades.
En el inframundo hay una región aún más profunda, el Tártaro, un abismo separado del Hades, como el cielo lo está de la tierra.
Es allí donde los Hecatónquiros (también llamados Centimanos), aliados de los dioses olímpicos en la Titanomaquia, arrojaron a los Titanes y se encargaron de su custodia. El Tártaro está rodeado de bronce y cubierto por tinieblas.
En contraste con el Tártaro, existían lugares de favor para las almas heroicas, como el Campo Elíseo y las Islas de los Bienaventurados, que eran los lugares de felicidad destinados a los favoritos de los dioses.
Las Islas de los Bienaventurados eran un lugar exclusivo para héroes como Aquiles, pero con el tiempo, el Campo Elíseo y las Islas de los Bienaventurados se confundieron, y se aludía a uno u otro de manera indistinta.
Ante la incertidumbre de la muerte y el desamparo que ofrecían los dioses del Olimpo a los mortales, más ocupados en proteger las ciudades que a las personas, florecieron cultos mistéricos, compatibles con la religión de la polis, que trataban de dar respuestas.
Estos cultos mistéricos, como los Misterios de Eleusis y el orfismo, ofrecían a sus iniciados información relevante para afrontar el más allá. Con estos cultos, los bienes póstumos no estaban reservados solo a unos pocos héroes del pasado emparentados con los dioses.
Los cultos mistéricos ofrecían a los iniciados conocimientos que les ayudaban en esa Nekyia o catábasis al inframundo, conocimientos no disponibles para todos, como se puede ver en el comienzo del papiro de Derveni, documento del siglo IV a. C., con un poema órfico:
“Hablaré a quienes es lícito; cerrad las puertas, profanos.” (Papiro de Derveni. IV a. C.)
Como vemos, la muerte, el último viaje, es un tema recurrente en la historia de la humanidad. La muerte representa un momento único que no se puede experimentar dos veces.
Otras religiones posteriores presentan ideas apocalípticas sobre una futura vida colectiva, con la resurrección de los muertos, asociada al advenimiento final del reino de Dios. Un juicio final en que todos resucitarán. Para los griegos, el más allá era algo más individualista.
El Hades o inframundo era el lugar común de todos los muertos, a pesar de que existían diferentes zonas. No existía esa asociación moderna del mundo de los muertos como condenación y del mundo de los vivos como salvación.
La escatología, del griego eschatos (último) y logos (estudio), es el conjunto de creencias religiosas sobre las realidades últimas, el más allá y la muerte.
En la cultura clásica (tanto griega como romana), podemos observar un culto a los muertos, una búsqueda de la gloria inmortal y, sobre todo, la visión de la muerte como un viaje.