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Hoy hablaremos de la influencia griega en los autores del Nuevo Testamento y en los inicios del cristianismo.

El Nuevo Testamento y el cristianismo no nacen como un meteorito caído del cielo. No es un hecho religioso aislado; aparte de presentar un gran número de doctrinas novedosas, no puede considerarse algo radicalmente nuevo. Surge en un contexto determinado.

Los autores del Nuevo Testamento se sitúan en Israel, en un ambiente judío. Pero la sociedad de Israel de la época no era un universo asépticamente judío, sino un mundo profundamente helenizado, que había absorbido tres siglos de influencia griega.

Los autores del Nuevo Testamento conocían bien esta atmósfera religiosa pagana y, en algunos casos, utilizaron parte de este lenguaje para mostrar su mensaje. Las ideas procedentes del mundo pagano influyeron en los autores del Nuevo Testamento.

En la época del nacimiento del Nuevo Testamento, la mayoría de los que cultivaban la filosofía habían llegado a aceptar un, digamos, monoteísmo práctico. El monoteísmo pagano proviene del mundo griego, que admitía el culto a otros dioses.

En tiempos pasados, a pesar del politeísmo, siempre había existido una jerarquía de dioses con Zeus a la cabeza. Esta jerarquía, quizás traída por los dorios, sustituyó a un panteón de dioses más primitivos y asociados a los fenómenos naturales.

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Los dioses habían pasado de estar en todas partes (en los ríos, en los bosques, en los vientos…) a reinar desde el monte Olimpo, con Zeus como dios supremo.

Las antiguas deidades ctónicas y naturales habían sido desplazadas por una nueva narrativa con los dioses olímpicos gobernados por Zeus. Esto se ve en textos como la Ilíada, en donde Zeus, ante las disputas y decisiones de los demás dioses, siempre tiene la última palabra.

La filosofía presocrática, con filósofos como Jenófanes de Colofón, insinúa la existencia de un dios único que se desmarca del antropomorfismo de los dioses griegos.

A estos dioses los veía como caprichosos, demasiado similares a los mortales, compartiendo con estos sus vicios y defectos.

Después, Platón presenta la figura del Demiurgo que, si bien no es un dios creador, sino más bien organizador del mundo, ordena una materia preexistente siguiendo unas ideas externas. Todo esto dentro de un marco politeísta.

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Aristóteles también habla en su teoría de la causalidad de que todo efecto tiene una causa y que todo objeto y movimiento han tenido que ser movido por otro objeto en movimiento.

Tras esta recursividad de causa y efecto, sitúa la existencia de un Primer Motor, una primera causa incausada, “pensamiento de pensamiento”, como último generador primigenio del movimiento.

El judaísmo, a diferencia de la religión griega, no admitió bajo ningún concepto la competencia de otros dioses respecto a Yahvé.

En aquellos tiempos, la práctica de la filosofía era lo más parecido a lo que hoy entendemos por religión. Tras la muerte de Alejandro Magno, el mundo griego había cambiado.

Había pasado de ser una pequeña región mediterránea donde la pertenencia a la polis era el eje que vertebraba la existencia de las personas, a un mundo mucho más amplio y cosmopolita.

Las poleis habían perdido su poder en favor de un poder más amplio, y las personas se sentían más pequeñas y perdidas.

Las nuevas escuelas filosóficas, como el epicureísmo, el cinismo, el escepticismo y el estoicismo, se alejaban de esos ideales más elevados como la justicia, el amor y el bien, que habían sido el centro de las filosofías platónica y aristotélica.

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La nueva filosofía se centraba en la búsqueda de una felicidad más individual. La filosofía no era la disciplina crítica de hoy en día, sino todo un modo de vida. Cada escuela filosófica tenía su manera de enfocar la vida con prácticas y creencias distintas.

Esto empezó a generar una comunidad que, a pesar de vivir en una religión politeísta, era “creyente” en una escuela filosófica para buscar su felicidad y, en cierta medida, una “salvación” de su alma.

En esta maraña de recipientes filosóficos existía un afán de proselitismo que generaba rivalidad entre diferentes escuelas. Existían personas que se “convertían” de una a otra escuela.

Dado que la religión oficial, digamos, era fría y distante y no ofrecía una guía ética, fueron las escuelas filosóficas las que tomaron ese rol.

Ya desde tiempos de Sócrates, muchos adeptos a la filosofía vieron que el alma es la personalidad moral e intelectual del individuo y que su primer deber es cultivarla.

Era habitual que predicadores callejeros impartieran al pueblo máximas y sentencias, así como historias edificantes sobre las bondades de su pensamiento. Esto alcanzó una enorme difusión, incluso entre los judíos.

Las ideas estoicas influyeron enormemente en los autores del Nuevo Testamento, así como el resurgimiento de las ideas platónicas en el siglo I con los neoplatónicos.

Estos trajeron la idea de la división del alma en tres partes: una parte superior intelectual, que aspira a la idea del Bien; una parte irascible y mundana; y una parte sujeta al control de las otras dos, como Platón había anunciado en su mito del carro alado.

El dualismo entre el mundo sensible y el mundo de las ideas también fue determinante entre los autores del Nuevo Testamento.

También es reseñable la influencia del gnosticismo, que, sin ser un movimiento definido ni una religión determinada, mezclaba creencias judías y orientales.

Para los gnósticos, el ser humano proviene del mundo divino y debe ingresar a él; está cautivo en un mundo material. El hombre debe deshacerse de lo material y regresar al mundo divino a través del conocimiento.

Un conocimiento que se produce a través de la revelación de un salvador, junto con la influencia de una iluminación que no es accesible a todos.

Este concepto es muy similar a los cultos mistéricos griegos, como los Misterios de Eleusis, Samotracia y el orfismo, en donde solo los iniciados podían acceder a este conocimiento.

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La meta, para los gnósticos, era desligarse de la existencia material para poder, tras la muerte, permanecer para siempre con Dios.

La gnosis no se conformó como una religión independiente, sino que fue transversal a varios grupos filosóficos.

La figura de los “hombres divinos” era relativamente usual en la Antigüedad tardía. Eran individuos extraordinarios que albergaban en su interior una participación especial del poder de la divinidad.

Pitágoras fue, quizás, el hombre divino más célebre en la época arcaica griega. Sus seguidores, los pitagóricos, muy influenciados por las ideas orientales y el orfismo, consolidaron una de las primeras escuelas filosóficas antiguas.

A estos “hombres divinos” era común que se les atribuyera la realización de prodigios como sanaciones y exorcismos. Esto era común tanto en el mundo griego como en el judío (aunque en estos últimos las curaciones no eran habituales)

El culto al emperador también influyó en la forma en que el cristianismo se presentaba a la sociedad romana. El cristianismo adoptó términos como “evangelio”, “salvación” y “epifanía”, que se usaban para describir la divinidad del soberano.

Sin embargo, desplazó la divinidad atribuida a los emperadores, afirmando que Jesús es el verdadero Señor e Hijo de Dios.

Si bien el judaísmo de aquella época no hablaba de la existencia del alma ni de un mundo futuro, las ideas sobre la muerte y la resurrección eran habituales en la mitología griega.

Orfeo descendió al inframundo para recuperar a su amada Eurídice; Heracles, en una de sus pruebas, bajó al Hades para capturar a Cerbero, el perro guardián de sus puertas. Incluso el dios Dioniso muere y resucita.

Dionisio, en griego, significa “nacido dos veces”, en referencia a su nacimiento, muerte y resurrección.

Asimismo, la idea de la inmortalidad del alma, defendida por Platón con influencias órficas y pitagóricas, cobra relevancia.

A partir del siglo IV a. C., los platónicos adoptaron la noción de castigos ultraterrenos para justificar la justicia divina, lo que consolidó la idea de una vida después de la muerte con un espacio para el castigo y otro para la recompensa.

El lugar de la felicidad comenzó a situarse en las alturas, más allá del mundo lunar, en esa esfera supralunar que ya mencionaba Aristóteles, donde la generación y la corrupción no aplicaban y donde existía un quinto elemento, la quintaesencia, que ni nace ni muere (el Eter).

Este concepto se opuso a la antigua imagen del inframundo subterráneo, con un espacio destinado a las almas virtuosas, conocido como la Isla de los Bienaventurados o los Campos Elíseos.

Tales ideas fueron acogidas con entusiasmo por el judaísmo helenístico, pues complementaban perfectamente sus libros sagrados.

Como mencionamos anteriormente, los cultos mistéricos y, posteriormente, las escuelas filosóficas ofrecieron respuestas al vacío que dejaba la fría religión oficial.

Ser miembro de alguno de estos misterios, tras pasar por una iniciación, implicaba seguir ciertos preceptos morales y éticos, además de integrar al individuo en una comunidad de apoyo mutuo, donde se buscaba una salvación personal a través de la inspiración religiosa.

Cuando el cristianismo comenzó su expansión en el mundo grecorromano, pronto comprendió que debía competir con estos cultos. Para ello, ofreció una salvación más segura y accesible, además de gratuita.

Recordemos que, para iniciarse en los misterios de Eleusis, por ejemplo, era necesario viajar a Eleusis (junto a Atenas). Viajar, en la Antigüedad, era costoso e incluso peligroso.

La influencia de los cultos griegos en los comienzos del cristianismo y en los autores del Nuevo Testamento es innegable. Existen múltiples elementos que acercan al cristianismo al mundo pagano.

Uno de ellos es el sepulcro vacío o la desaparición del cuerpo, lo que en la Antigüedad implicaba un fenómeno sagrado vinculado al ascenso a los cielos, como se relataba en los mitos de Alcmena, la madre de Heracles, o Cleómenes de Astipalea, entre otros.

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Otro concepto central es el de la muerte vicaria o la muerte voluntaria y expiatoria por la salvación de otros, reflejada en los sacrificios de Alcestis, Ifigenia o incluso en el heroísmo de Leónidas, el rey espartano.

También es clave la idea de la elevación a los cielos y la obtención de la inmortalidad, muy presentes en la mitología griega.

Heracles es el mejor ejemplo: nació mortal, pero tras su muerte obtuvo la inmortalidad y fue venerado como protector divino de la humanidad en numerosos santuarios.

Su relevancia en la Antigüedad era tal que algunos autores lo relacionaron con Abraham, al hacerle casar a este con una de las nietas de Heracles.

Los dioses que mueren y resucitan también se encuentran en otras tradiciones: además de Dioniso en la cultura griega, encontramos a Osiris en Egipto.

Estos dioses son figuras mediadoras y triunfadoras sobre la muerte, cuyas vidas y enseñanzas ofrecen un modelo de salvación y supervivencia en el más allá.

Pablo y sus seguidores difundieron esta idea dentro del cristianismo primitivo, proclamando la salvación individual en el más allá para aquellos iniciados en Cristo, quien venció a la muerte.

El concepto de pecado original también tiene su reflejo en la mitología griega, especialmente en el mito órfico sobre el origen de la humanidad.

Según esta tradición, los hombres nacen de la sangre y las cenizas de los titanes, quienes fueron fulminados por Zeus como castigo por haber descuartizado y devorado a Dioniso. De este modo, la humanidad hereda una culpa primigenia: la de descender de los asesinos de un dios.

Solo aquellos iniciados en los misterios órficos podrán liberarse de este pecado original y alcanzar la bienaventuranza en el más allá.

Dioses antiguos, dioses modernos y hombres que se convierten en dioses: la frontera entre lo humano y lo divino ha sido siempre un territorio difuso, una búsqueda que sigue vigente siglos después.