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Hoy hablaremos del legado de Alejandro Magno, la inestable situación del imperio a la muerte del conquistador y el comienzo de las guerras que terminaron con la antigua Grecia.

La muerte de Alejandro Magno en el 323 a. C. deja una situación complicada al imperio conquistado por el macedonio. Sin sucesor claro, sus generales o diádocos empiezan unas extensas y largas luchas por el poder que durarán años.

Atenas había intentado volver a sus tiempos de gloria, pero fue algo efímero. La muerte de Demóstenes, orador que simbolizó la resistencia ante el dominio macedonio, significó el fin de una era para Atenas.

Los diádocos, antiguos generales del ejército de Alejandro que gobernaban docenas de naciones, tomaron el protagonismo. Como decíamos, no había una sucesión clara.

Alejandro se había casado tres veces y había tenido un hijo con su amante Barsine, llamado Heracles de Macedonia. Este hijo era ilegítimo y no podía ser considerado como heredero. Recordemos que el rey, o basileus, tenía que ser elegido por unanimidad ante el ejército.

Alejandro tenía un hermano, llamado Filipo Arrideo, con discapacidad intelectual, que no era considerado capaz de gobernar. Por otra parte, Roxana, la esposa de Alejandro cuando este muere, estaba embarazada. Era imposible saber si el bebé sería niña o niño.

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Es aquí en donde aparece la figura de Pérdicas, uno de los generales macedonios, que se autoproclamó tutor tanto del futuro bebé de Roxana como del hermanastro de Alejandro, Filipo, al que llamarían Filipo III. Pérdicas lo tenía todo para ser su sucesor.

Era un macedonio puro que había combatido en todas las batallas de Alejandro; incluso pertenecía a los somatophylakes, el selecto grupo de los 10 guardaespaldas de Alejandro. Pero los otros generales se veían igualmente ambiciosos y no iban a aceptar esto así como así.

Se celebró el Consejo de Babilonia en el 323 a. C. , en el que se reúnen los somatophylakes, los hetairoi (oficiales de caballería), otros altos cargos del ejército e incluso algunos militares de menor rango.

Se votaría por el sucesor de Alejandro al estilo tradicional macedonio. En esas votaciones, los que estaban a favor lo expresaban y los que se oponían golpeaban el escudo con sus lanzas: un rey macedonio tenía que ser elegido por el ejército.

Pérdicas intenta asumir el rol de líder proponiendo un plan que involucraba a Filipo III y al todavía no nacido hijo de Alejandro (que sería un niño llamado Alejandro IV). Además, Pérdicas lanzó una pregunta: ¿el sucesor debía ser uno o varios?

La votación fue un caos; alguno propuso al hijo ilegítimo de Alejandro. El ruido de escudos era atronador. Ptolomeo, otro de los generales de más alto rango, toma la palabra.

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Remarca que ni el hijo ilegítimo de Alejandro ni el futuro hijo de Roxana eran válidos, ya que no eran hijos de una madre griega.

Otro de los generales toma la palabra: Arístodemo, que, a diferencia de Ptolomeo que no había propuesto a nadie (solo había dicho que no podía gobernar), propone a Pérdicas.

Arístodemo decía que era la elección de Alejandro, pero recordemos que Alejandro no designó a nadie directamente en su agonía. Había dicho que entregaba su anillo al más fuerte, sin especificar quién era.

La propuesta de Arístodemo no generó ruido de escudos. Era un sí. Pero Pérdicas hace algo extraño. Sin decir nada, se coloca detrás de otros somatophylakes. No se sabe el motivo por el que lo hace.

Puede ser que esperara que otros más le pidieran tomar el cargo. Esto fue visto como un signo de debilidad y fue entendido como renuncia al puesto. Pérdicas había perdido la oportunidad de ser sucesor de Alejandro.

Es aquí donde otro de los generales que había acompañado, desde la batalla del río Gránico hasta la India, Meleagro (hijo de Neoptólemo), contrario a Pérdicas, ordenó a sus soldados que apoyaran a Filipo III con el fin de generar más caos y discordia.

Los soldados coronaron a Filipo III y lo proclamaron rey, por aclamación de los soldados al estilo macedonio. Esto generó un clima de tensión sin precedentes. Era un ambiente en donde cualquier chispa podía desatar una guerra civil.

Al final, conscientes todos de que una guerra interna no beneficiaría a nadie, acuerdan nombrar a Filipo III y al futuro hijo de Alejandro y Roxana (Alejandro IV) como sucesores. Pérdicas sería comandante de los hetairoi (caballería) y Meleagro de la infantería.

Pero esta paz no duraría. El clima era demasiado tenso. Pérdicas ordena asesinar a los hombres de confianza de Meleagro; incluso asesina a este.

Tras esto, el reparto de poder queda de la siguiente manera: Ptolomeo se queda con Egipto, Lisímaco, Tracia, Eumenes, Paflagonia y Capadocia, y Antígono, Frigia.

Se queda como regente del imperio hasta que nazca el hijo de Roxana, legítimo heredero, Alejandro, y quedaría además como regente hasta que el niño alcanzara la mayoría de edad.

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Como vemos, todo menos algo con vías de estabilidad. Pérdicas partía con una ventaja considerable. Controlaba Babilonia, centro neurálgico del imperio. Además, Pérdicas anuncia su matrimonio con Cleopatra de Macedonia, hermana de Alejandro.

Un matrimonio tremendamente estratégico que ya habían pretendido otros generales. Nadie podría competir ahora con Pérdicas en términos de linaje.

La situación de algunos de los generales en sus nuevos dominios era delicada. Eumenes, por ejemplo, que había sido nombrado sátrapa de Paflagonia y Capadocia, tenía que contener las regiones insumisas de su región.

Tribus locales, conocedoras del terreno y acostumbradas a resistir. Pérdicas no quiere perder el control de la región, clave para la estabilidad del imperio.

Ordena a Antígono que preste apoyo militar a Eumenes. Pérdicas pretendía con esto demostrar que una alianza de diádocos, bajo su liderazgo, podía darse. Pero Antígono vio esto como una violación a su autonomía y se negó en rotundo.

Para él, la división territorial acordada en el Consejo de Babilonia no incluía ningún punto que obligara a los diádocos a intervenir en campañas militares ajenas.

Pérdicas ve la negativa de Antígono como una afrenta directa a su autoridad. No era un acto de desobediencia aislada.

Si lo dejaba sin respuesta, corría el riesgo de enviar un mensaje de debilidad a los demás diádocos, que tampoco tenían todas consigo con la figura de autoridad de Pérdicas.

Pues bien, mientras todo esto pasaba, había otro tema que podía mover ese inestable estado de la política actual. Estamos hablando del cuerpo de Alejandro Magno. Su cadáver viajaba rumbo a Macedonia a bordo de un monumental catafalco que simbolizaba la grandeza de su imperio.

Este carruaje monumental, adornado con esculturas de oro y plata, avanzaba lentamente, escoltado por la élite de la Guardia Real macedonia. Este viaje de regreso tenía un significado profundamente simbólico.

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Reflejaba la esperanza de que, a pesar de la división de conflictos que había en el imperio, existía un sentimiento de cohesión en torno a la figura del conquistador.

Este carruaje se convirtió en un trofeo codiciado por los diádocos. El primero que lo vio fue Ptolomeo en Egipto, quien tomó una arriesgada decisión.

Ptolomeo convence al encargado de la custodia del carro, para que, en lugar de dirigirse al norte de Grecia (Macedonia), girara al sur en dirección a Egipto.

Esto significaba que el cuerpo de Alejandro no descansaría en la ciudad que lo vio nacer, sino en Egipto, convirtiendo la región en un centro de poder.

Pérdicas vio una amenaza más a su autoridad. Ptolomeo, conocedor de esto, reunió sus tropas, liderándolas personalmente para escoltar el catafalco y garantizar que llegaría a Egipto sin problemas.

Pérdicas entró en cólera. Ordenó y envió un contingente de caballería para que detuviera el catafalco antes de que fuera demasiado tarde. Las tropas de Pérdicas cabalgaron día y noche y llegaron a donde se encontraba el catafalco, bien protegido por Ptolomeo.

La batalla fue inevitable, pero Pérdicas fue incapaz de superar las bien planificadas defensas de Ptolomeo. Las tropas de Pérdicas tienen que retirarse. Esto fue un golpe de efecto devastador para la delicada situación geopolítica del imperio.

Ptolomeo se había apoderado del mayor trofeo que un diádoco podía imaginar; incluso había demostrado que podía desafiar, incluso vencer, la voluntad del regente del imperio.

El catafalco de Alejandro Magno llegó finalmente a Egipto a finales del año 322 a. C., dejando el tablero político en un clima prebélico que se materializaría en 11 años de guerra entre los generales, conocido como las guerras de los diádocos.

Pero esto es ya otra historia.